En Argentina, la política a menudo se percibe como un juego de espejos: detrás de discursos, promesas y retóricas de inclusión, pero la realidad es que la representación ciudadana se diluye en manos de estructuras cerradas y envejecidas.
La juventud, es un ejemplo claro: su presencia en los espacios de decisión es casi simbólica, y la voz de quienes podrían aportar nuevas perspectivas queda relegada a un susurro. Pero esta falta de representatividad no se limita a los jóvenes; es un problema que atraviesa todo el entramado político, desde los partidos hasta el Congreso, y se refleja en cada decisión que impacta la vida de la gente.
Los partidos políticos, en su forma actual, han construido una lógica interna que prioriza la cercanía al poder sobre la idoneidad real. Los cargos en el Poder Legislativo suelen ocuparlos quienes están conectados al círculo de poder: amigos, familiares, conocidos del entorno político, como se señala en el artículo de María Elisa Alonso García ‘Los partidos provinciales y el gobierno dividido en Argentina‘.
Expresándolo de manera cruda, aunque no totalizante los legisladores suelen ser “parientes” cercanos de otros políticos o allegados al poder: vemos esposas de, hijos de, hermanos de, sobrinos de. Esta práctica democrático-nepotista, heredada y naturalizada, perpetúa estructuras cerradas que, bajo la apariencia de legitimidad institucional, terminan por reproducir los intereses del poder más que los de la sociedad.
Un diputado puede tener un título académico brillante o pertenecer a un sector estratégico, pero si su trayectoria carece de vocación social, liderazgo dentro de su ámbito o compromiso con quienes representa, la pregunta surge inevitable: ¿qué representa realmente? La idoneidad no puede reducirse a un nombre en una lista ni a una posición en un currículum; implica reconocimiento, credibilidad y responsabilidad hacia los sectores que deberían ser defendidos.
Pero la lógica de selección “a dedo” no es ingenua ni casual; forma parte de un entramado de poder donde la conveniencia y el oportunismo priman sobre la capacidad técnica.
Los partidos, que deberían ser semilleros de diversidad y conocimiento, funcionan muchas veces como aparatos herméticos o cerrados que preservan privilegios y refuerzan alianzas internas. El resultado es un Legislativo que refleja más la estrategia del partido que las necesidades reales de la ciudadanía.
Cada legislador que llega al Congreso responde, en la práctica, a intereses internos, alianzas políticas y, en muchos casos, a agendas que no necesariamente coinciden con el bien común. Esta desconexión genera una brecha profunda entre lo que la sociedad espera y lo que recibe, erosionando la confianza y alimentando la sensación de que la política está muy lejos de la realidad de los ciudadanos.
Este fenómeno no es exclusivo de un sector o partido; es transversal y estructural. Médicos, economistas, arquitectos, ingenieros, agrónomos, líderes sindicales, referentes comunitarios: todos podrían aportar desde su conocimiento y experiencia a la elaboración de políticas públicas más efectivas. Sin embargo, en la práctica, los espacios legislativos se ocupan siguiendo la lógica del círculo cercano: quien tiene acceso al poder es quien decide quién accede al poder.
Esta dinámica no solo limita la diversidad de perfiles, sino que socava la posibilidad de un debate político enriquecido por la experiencia y el compromiso de aquellos que realmente buscan ayudar y colaborar para enfrentar los problemas de la sociedad. El sistema presidencialista argentino, tal como está estructurado, amplifica esta problemática, según proponen Juan J. Linz (Críticas al presidencialismo), Guillermo O’Donnell (Delegative democracy), y análisis específicos sobre Argentina (Llanos, Jones).
La concentración del poder Ejecutivo en una sola figura genera dependencia del legislativo y dificulta que los legisladores actúen como verdaderos representantes de sus electores. José Antonio Cheibub, en su análisis comparado sobre parlamentarismo vs. presidencialismo, juzga la autonomía de los legisladores, la cual queda limitada por la necesidad de alinearse con el gobierno de turno (presidencialista), y la capacidad de influir genuinamente en la agenda política se reduce.
Esto no es un mero defecto de individuos o partidos; es una consecuencia del diseño institucional que concentra poder y minimiza la diversidad de voces en la toma de decisiones.
La importancia de esta cuestión se evidencia al pensar en sectores estratégicos como la salud. Un/a kinesiólogo, un médico, un bioquímico o un nutricionista que tenga liderazgo reconocido dentro de su ámbito, que trabaje de manera colaborativa y que sea referente para colegas y comunidad, estaría mucho más preparado para legislar sobre salud que un diputado designado únicamente por afinidad política.
No se trata de limitar el alcance de un legislador a una sola comisión; eso sería inviable. Se trata de garantizar que quienes ocupen cargos tengan una competencia demostrada y una vocación social, que puedan interpretar las necesidades reales de su sector y actuar en consecuencia dentro del Congreso. Hay que repensar el Congreso y sus funciones reales.
Este problema se extiende a todos los ámbitos: educación, economía, desarrollo rural, cultura, medio ambiente. Cada sector podría beneficiarse de representantes que combinen conocimiento técnico, liderazgo natural y sensibilidad social. La ausencia de estas características genera decisiones desarticuladas, políticas que no responden a la realidad y una desconexión creciente entre representantes y representados/as.
La ciudadanía percibe que los intereses defendidos en las cámaras legislativas no son los propios, sino los de quienes manejan las estructuras de poder detrás de escena, reforzando la sensación de que la política es un espacio cerrado, distante y, muchas veces, ajeno.
Comprender esta dinámica no implica desconocer la complejidad del poder. Sabemos que los partidos operan en un entramado donde alianzas, conveniencias y estrategias internas son parte del juego. Pero cuando la prioridad es colocar a personas cercanas antes que idóneas, la democracia se debilita. No se trata de conspiraciones abstractas; se trata de estructuras que favorecen el acceso a quienes ya forman parte del círculo y excluyen a quienes podrían representar con mayor autenticidad a la sociedad.
Esta práctica sistemática reproduce desigualdades, limita el debate político y fortalece la percepción de que la política no está al servicio del pueblo, sino del aparato partidario.
La juventud, aunque mencionada solo de manera breve, refleja esta misma lógica: su participación es simbólica y muchas veces condicionada por estructuras que no permiten un acceso genuino a la toma de decisiones. La ausencia de representantes jóvenes en las cámaras (que no garantiza necesariamente innovación) no solo limita la voz de quienes deberían aportar nuevas ideas, sino que refleja cómo el sistema privilegia la continuidad de quienes ya están dentro antes que la renovación. Para avanzar hacia una representación más auténtica, es necesario replantear tanto la cultura política interna de los partidos como la estructura del sistema de gobierno.
Garantizar que los cargos sean ocupados por personas competentes (incluso cargos concursados), con trayectoria y liderazgo en su sector, no solo mejoraría la calidad de las políticas públicas, sino que también fortalecería la confianza ciudadana en las instituciones.
Revisar la concentración de poder que permite el sistema presidencialista y explorar alternativas más colegiadas, ya sea mediante mecanismos parlamentarios o asambleístas, podría favorecer decisiones más inclusivas y mejor fundamentadas, como propone Cheibub.
En última instancia, la representatividad real no se limita a ocupar un cargo o cumplir con la obligación formal del voto. Implica un compromiso activo con los sectores que se representan, una comprensión profunda de sus necesidades y la capacidad de transformar ese conocimiento en políticas concretas.
Por Martín Moyano Pascuali y Gustavo Marcelo Martin
Rincón Político, Centro de Estudios & Consultora
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