La juventud argentina atraviesa una crisis silenciosa: trabaja más, gana menos y vota sin verse representada. Mientras el gobierno de Javier Milei multiplica el desencanto con promesas incumplidas y el peronismo envejece sin formar nuevos liderazgos generacionales, el país se vuelve un territorio cada vez más difícil para independizarse, alquilar o construir un futuro. La política discute consignas, pero las generaciones jóvenes viven la desigualdad en carne propia. ¿El resultado? Crece el descontento por las instituciones, y en última instancia por la democracia misma, a la cual se le antepone una “economía normal” por sobre derechos, libertades y sentido colectivo.
Los jóvenes argentinos
En la Argentina de 2025, las juventudes viven un escenario ambiguo: nunca tuvieron tanto acceso formal a la participación política (como la posibilidad de votar de manera voluntaria desde los 16 años) pero a su vez, nunca estuvieron tan ausentes de los lugares donde se toman las decisiones reales.
Las y los menores de 35 años casi no figuran en el Congreso, ni en las legislaturas provinciales ni en los gabinetes municipales. A pocos días de las elecciones legislativas nacionales del domingo 26 de octubre, se observa que los candidatos tienen, en promedio, más de 50, y en casos 60, años de edad. En un país que envejece políticamente, con un promedio de edad de 32/33 años, la voz de las nuevas generaciones suena lejana, como un eco que rebota en los muros de instituciones desgastadas y espacios donde los liderazgos se reciclan más que se renuevan.
Los viejos políticos no quieren resignar su espacio de poder y asumir más bien una función de asesores o expertos de las nuevas generaciones. Según datos de la Cámara Nacional Electoral, más de 1.153.128 jóvenes de entre 16 y 17 años están habilitados para votar en las elecciones legislativas, lo que representa el 3,16 % del padrón nacional.
Aun así, apenas un puñado de legisladores nacionales tiene menos de 35 años, lo que indica que el acceso juvenil a los espacios de decisión sigue siendo simbólico más que estructural. ¿Será esto parte de la desilusión generalizada respecto de la política?
Datos que preocupan a las nuevas juventudes
En términos sociales, la edad promedio de independencia del hogar familiar ronda los 28 años según datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina, que fueron difundidos en 2024. Adquirir una vivienda propia, en cambio, se ha convertido en una quimera.
En la Ciudad de Buenos Aires se requieren aproximadamente 148,7 sueldos promedio para construir una vivienda de 100m², es decir, alrededor de $178.440.000, sin contar el terreno, los impuestos ni los costos adicionales. El relevamiento nacional denominado “Precio del m² de Construcción en Argentina, que fue difundido en diciembre de 2024 arrojó los siguientes valores estimados por provincia: Buenos Aires $1.108.181/m²; Córdoba $671.022/m²; Santa Fe $726.804/m²; Mendoza $747.566/m².
Cifras que, actualizadas por inflación y demanda del mercado, resultan aún más inalcanzables para la mayoría de la población joven.
La cifra de “sueldo promedio” utilizada en esos cálculos surge de integrar datos del sector formal registrado (donde, según el Ministerio de Capital Humano de la Nación, el salario neto promedio del sector privado alcanzó los $1.390.159 en marzo de 2025) con estimaciones sobre el sector informal, que abarca al 42 % de los trabajadores ocupados en el cuarto trimestre de 2024, según el Indec. El problema es que los ingresos informales son mucho más difíciles de medir: estudios del Centro de Estudios para la Producción (CEP XXI) y observaciones empíricas en los barrios populares estiman que esos salarios se ubican por debajo de los $900.000 mensuales.
De esta manera, al ponderar ambos universos —el formal y el informal—, el ingreso medio efectivo se aproxima a $1.200.000 mensuales. Esta cifra se ajusta mejor a la realidad de un país donde casi la mitad de los trabajadores carecen de estabilidad o beneficios sociales. En consecuencia, para un joven argentino, la posibilidad de comprar un terreno o una vivienda equivale a décadas de esfuerzo sostenido, siempre que logre conservar un empleo estable y sin interrupciones.
Esto evidencia que, incluso para quienes trabajan de manera formal, la autonomía material se desvanece en una carrera contra la inflación, la precariedad laboral, los bajos salarios y la valorización del suelo. La distancia entre los discursos de libertad y la realidad material de la juventud crece año tras año. Tal vez por esto, entre otros factores del mundo globalizado, los jóvenes opten por estilos de vida más desapegados, como viajes y experiencias únicas, en vez de experiencias más estables que solo podrán conseguirse de aquí a décadas.
Desde hace más de una década, esta desigualdad viene en aumento. El desencanto con la política tradicional y su falta de soluciones concretas despertó expectativas en “outsiders” y figuras anti-sistema, con la ilusión de un cambio radical. Sin embargo, ese cambio prometido nunca llegó: se transformó en frustración y escepticismo. Ante el desencanto de gobiernos progresistas y de centro-derecha, los de extrema derecha acaban por borrar toda esperanza de mejora real, y el resultado es un desencanto con la democracia misma.
Javier Milei y su promesa incumplida de aniquilar “la casta”
Javier Milei llegó a la presidencia el 10 de diciembre de 2023 con la promesa de romper y eliminar la llamada “casta política”, su bandera de campaña más repetida. Muchos argentinos —particularmente jóvenes y desencantados con el sistema tradicional— depositaron en él su voto de confianza, creyendo que por fin alguien enfrentaría a la corrupción, la inflación y los privilegios institucionalizados. Sin embargo, a casi dos años de su gestión, el panorama se volvió desalentador.
Quienes deberían garantizar derechos básicos como vivienda, seguridad, trabajo, salud y educación, parecen ocupados en otros asuntos.
La administración libertaria, lejos de abrir un horizonte de renovación, ha profundizado el escepticismo. La política del ajuste permanente, la degradación del Estado, la violencia en el discurso institucional, los recortes en ciencia, salud y educación, los escándalos de corrupción y la aparición de negocios privados en áreas sensibles dibujan un escenario que contradice la narrativa inicial del “león” que venía a devorar a los corruptos. La corrupción, que el gobierno libertario prometió erradicar, parece haber mutado en nuevas formas de beneficio para grupos concentrados y allegados al poder.
En el contexto democrático-capitalista actual, pareciese ser que no se trata de la alternancia de gobiernos, sino de la alternancia de los grupos de poder beneficiados. Las promesas de “esfuerzo y mérito” se estrellan contra una realidad donde el esfuerzo no garantiza mérito, ni mucho menos un techo, estabilidad o oportunidades reales. La meritocracia es solo un discurso más de las clases pudientes.
El “mileísmo”, que se presentó como ruptura, terminó reproduciendo la desigualdad desde otra estética: reemplazó el clientelismo tradicional por una meritocracia ilusoria que desconoce las condiciones de partida. Detrás del discurso de libertad persiste un orden que libera a los poderosos y desprotege a los vulnerables. La crisis ideológica crece y se ponen en tela de juicio —ética y comunicacionalmente— derechos conquistados durante décadas de lucha social.
En las provincias, la crisis se percibe con mayor crudeza: economías regionales desfinanciadas, universidades públicas en riesgo y un tejido social que sobrevive gracias a la solidaridad comunitaria. Los jóvenes del interior enfrentan la doble exclusión de la distancia geográfica y del centralismo político. Una situación que lleva inevitablemente a preguntarse si, en el fondo, aquella vieja disputa entre unitarios y federales tuvo realmente un ganador.
Un peronismo al que le cuesta arrancar
Sería simplista reducir la crisis de representación a la gestión actual, que —si bien llegó a destruir buena parte del entramado institucional— solo profundizó un desgaste previo. El tejido social comenzó a romperse años antes. El deterioro de la representación joven tiene raíces más profundas, y una de ellas es el envejecimiento del peronismo como fuerza opositora. Su estructura, antaño popular y movilizadora, se encapsuló en liderazgos que repiten gestos de otra época, mientras el electorado exige estrategias nuevas y formas frescas de comunicación. Incluso, a nivel de campaña, siguen utilizando marketing político del XX en un mundo dominado por nuevas formas de marketing digital.
La incapacidad de construir figuras nuevas, de adaptarse a las vertientes tecnológicas y culturales, de ceder poder real y abrir espacios a generaciones emergentes, ha vuelto al peronismo previsible, burocrático y —para muchos— obsoleto. En tiempos de vehículos eléctricos y de inteligencia artificial, el peronismo parece haberse convertido en un viejo auto a diésel: confiable para algunos, contaminante para otros, incapaz de competir con la velocidad del presente.
De hecho, en numerosas agrupaciones vemos que la llamada “juventud peronista” está integrada por personas de entre 30 a 40 años. Y si nos vamos hacia partidos pequeños conservadores en sus ideales, como la izquierda y el socialismo, observamos partidos que mueren lentamente porque sus filas se integran de militantes de más de 50 o 60 años sin ninguna renovación juvenil.
La militancia joven, base partidaria real, lejos de ser ese motor nuevo que impulse la renovación, se ve reducida por “los más grandes” a la tarea de reparar viejos vehículos a punto de fundirse. Y así, la política argentina corre una carrera de autos viejos donde nadie parece tener combustible suficiente para llegar a destino.
Una carrera de autos viejos
La oposición peronista no supo —y aún no sabe— leer el malestar contemporáneo. Mientras las y los jóvenes enfrentan empleos informales, un alto costo de vida y el deterioro ambiental, el debate partidario gira en torno a nombres, internas y nostalgias que se deciden 48 a 24 horas antes del cierre de listas.
La promesa de justicia social se diluye cuando el propio movimiento que levantó esas banderas deja de encarnar la movilidad ascendente que predicaba. En su versión actual, el peronismo parece carecer de un proyecto cultural y moral que vuelva a enamorar. Se ha transformado en una religión que idolatra personalidades en vez de causas.
Y en ese vacío, la sociedad argentina queda atrapada entre un gobierno que confunde libertad con desprotección y una oposición que confunde identidad con pasado. Ninguno de los dos polos logra responder a las necesidades urgentes de una generación que no encuentra techo,
representación ni horizonte.
La falta de idoneidad política —tanto en el oficialismo como en la oposición— no se reduce a la ausencia de títulos o experiencia: es una desconexión emocional y material con la vida real de las personas. La política argentina padece un problema de empatía estructural, casi como una condición patológica.
Una ecuación muy fácil de entender
Un joven sin empleo formal no puede alquilar; un joven sin casa no puede proyectar familia; un joven sin tiempo libre no puede formarse ni participar políticamente. Y sin todo eso, no puede pretenderse una sociedad sana. Las condiciones materiales determinan la profundidad de la democracia.
La representación no es solo ocupar una banca; es comprender las necesidades de una sociedad que ya no confía en sus representantes. La juventud argentina no está despolitizada: está desencantada. No deja de pensar en política, pero siente que la política dejó de pensar en ella. Superar esta crisis de representación requiere una nueva ética pública, que no niegue el valor del esfuerzo individual pero reconozca la dimensión colectiva del bienestar.
También exige partidos que se oxigenen, que abran sus puertas y formen liderazgos diversos, con sensibilidad social, generacional, de género y visión ambiental. El desafío es dejar de poner a rodar viejos modelos por conveniencia o favores, por mera rosca política. La política argentina necesita esos nuevos “vehículos eléctricos”: liderazgos honestos, formados, empáticos y conectados con el presente. Solo así podrá volver a representar —de verdad— a quienes hoy sienten que el futuro se les escapa entre las manos.
Por Martín Moyano Pascuali y Gustavo Marcelo Martin
Rincón Político, Centro de Estudios & Consultora
rincon.politica.argentina@gmail.com